Francí Xavier Muñoz | Diplomado en Humanidades
Releyendo a los primeros marxistas, llama la
atención en muchos de ellos la predicción futura que hacen de que el
capitalismo engendrará los elementos autodestructivos que lleven al
proletariado a la conquista definitiva del poder político y, por tanto, a la
transformación de la economía capitalista en socialista. Salvando las
distancias, si hoy entendiéramos “proletariado” por “clases medias y populares”
o “clases productivas”, y por “economía socialista” entendiéramos “economía
social de mercado”, cabría preguntarse si la crisis actual (crisis del
capitalismo financiero global) está engendrando los elementos autodestructivos
para la economía capitalista.
La globalización del capitalismo financiero
llevó a la economía global, si bien algunos dirán que fue la economía global la
que llevó a la globalización del capitalismo financiero. Sea como fuere, con la
globalización (facilitada por las nuevas tecnologías de la información y la
comunicación, las famosas TIC) se inicia una nueva etapa del capitalismo, el financiero,
después de las etapas precedentes (feudalismo, capitalismo mercantil o
comercial, y capitalismo industrial). Esta nueva etapa del capitalismo
(financiero y global) trastoca las economías nacionales haciéndolas competir a
lo grande y por lo bajo, es decir, abaratando costes y vendiendo en un mercado
global. Surge, además, un negocio dominante: la financiarización de la
economía, es decir, la competencia empresarial en valor bursátil, no en valor
real. La especulación financiera provoca una crisis sin parangón y genera unas
respuestas políticas que conducen a salvaguardar, fundamentalmente, a los
agentes principales de la economía global, es decir, a las grandes
corporaciones transnacionales, sean estas empresas, bancos, entidades
financieras o aseguradoras. Ellas son las que dominan el cotarro, económico y
político.
La crisis financiera actual revela que la
globalización económica está pensada para las grandes corporaciones, influida
como está dicha globalización por el pensamiento económico neoliberal. Este
pensamiento persigue la expulsión del Estado de casi toda actividad económica
(de ahí el ataque al Estado del bienestar europeo que, para el pensamiento
neoliberal, impide a la iniciativa privada la intervención empresarial en
grandes sectores de negocio como la educación, la sanidad y las pensiones). El
Estado, según el neoliberalismo, solo debe intervenir para ayudar a las grandes
corporaciones. En el fondo, el pensamiento económico neoliberal se da la mano,
por el extremo, con el anarquismo, que persigue también la expulsión del
Estado, en este caso de la sociedad política. Todas las reformas que se
intentaron en Latinoamérica y que se están implantando en Europa, con la
ceguera cortoplacista típica de los pensamientos extremos, persiguen el mismo
objetivo: extender una globalización económica para las grandes corporaciones,
lo que conlleva un marco jurídico y fiscal adecuado, con la consiguiente
reducción de derechos laborales e impuestos. Solo así las grandes corporaciones
suplirán, en un futuro, al Estado en la actividad económica.
Ahora bien, esta globalización neoliberal
conlleva la supeditación de los pequeños a los grandes, y eso incluye no solo a
los trabajadores-consumidores sino también a los autónomos, pequeños y medianos
empresarios. De seguir en esta línea, las grandes corporaciones barrerán del
mercado a cualquier competidor intermedio. La competencia en cada sector se
medirá en torno a muy pocas compañías. La globalización neoliberal contraviene,
por tanto, los principios fundadores del liberalismo económico original
(libertad para el individuo, para el mercado y para la propiedad), ese
liberalismo que transformó regímenes autoritarios y absolutos en democracias
liberales. ¿Qué libertad y qué propiedad habrá en un mercado global dominado
por grandes corporaciones empresariales?
Pero, además, la globalización neoliberal
dirige las economías nacionales hacia la exportación y la reducción del gasto
público. Su receta para superar la crisis financiera consiste en reducir el
gasto del Estado (y, por tanto, también su inversión en la economía) y en
precarizar las condiciones laborales para orientar las economías nacionales
exclusivamente a la exportación. Solo así se explica el desprecio hacia los
salarios de los trabajadores que tienen los economistas, empresarios y
políticos neoliberales. Tienen su razón particular: “si casi todo lo que
producimos lo exportamos, ¿qué nos importa lo que puedan consumir nuestros
trabajadores?”. Sin embargo, si se aplica la misma receta a todo el mercado global,
países emergentes y países en recesión, ¿quién consumirá los productos, todos
ellos exportados? ¿Llegará, entonces, una nueva crisis del capitalismo por
sobreproducción, como son todas las crisis capitalistas? Y en ese escenario,
con inmensos excedentes sin vender, ¿colapsará definitivamente el capitalismo,
tal y como los primeros marxistas predecían? Porque la diferencia entre las
crisis anteriores y la actual reside en que, antes, siempre hubo mercados
nuevos que explotar a los que reorientar la sobreproducción. Sin embargo, si
llegamos a una economía global toda exportadora, ¿qué nuevo mercados importará
la sobreproducción global? ¿África? La economía global se sostenía, hasta hoy,
por un equilibrio entre unos mercados consumidores compulsivos y unos mercados
productores compulsivos también. Si, ahora, los países emergentes no crecen lo
suficiente como para ser globalmente consumidores y los países en recesión se
convierten en globalmente exportadores, el colapso del capitalismo global
podría estar servido en bandeja.
Por tanto, igual que a partir de 1929 los
gobiernos del mundo diseñaron una política expansionista, los gobiernos
actuales deberían aprender de aquella experiencia, dándose cuenta de que, esta
vez, puede no haber una segunda oportunidad. Entonces, la avaricia y la
desregulación del capitalismo provocaron la Gran Depresión. Hoy, la misma
avaricia y la misma desregulación han provocado la Gran Recesión. Entonces fue
el momento de las políticas keynesianas, expansivas, inversoras, públicas. Hoy,
la socialdemocracia tiene un grandísimo reto por delante. Mucho más que
entonces porque, quizás, esté en juego la supervivencia del capitalismo tal y
como se ha concebido hasta ahora. Y, quizás, la socialdemocracia tenga que
alumbrar esa transición a la economía social de mercado (antigua economía
socialista) donde las clases productivas, clases medias y populares (antiguo
proletariado) sean las que marquen el camino. Quizá se cumpla aquel sueño de
los primeros marxistas y, por fin, los de abajo dirijan un mundo asequible para
el 100% de la ciudadanía, donde un 99% no sea dominado por un 1%. Quizá, para
entonces, se cumpla el sueño del fin de la sociedad de clases y ese 1% se haya
disuelto en la masa.
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